Después de la misa del domingo, un padre lleva a su hija pequeña a pasar una temporada a lo de unos parientes mientras su esposa transita los últimos meses de embarazo del nuevo hijo. Son los inicios de los ochenta en la ruralidad de Irlanda, donde las comodidades y costumbres de John y Edna Kinsella contrastan con las de la familia de la niña, un ambiente precario en el que el padre no pasa mucho tiempo en la casa, la madre debe ocuparse de las tareas domésticas y de atender a todos los hijos. En Tres luces (2010), primera nouvelle de Claire Keegan, la voz narradora de la niña protagonista expone la precisión y la belleza de un texto virtuoso en el que la tensión narrativa se construye a base de diálogos breves pero también con la potencia de lo que no se dice.
Claire Keegan (1968), una de las escritoras contemporáneas más importantes de la literatura irlandesa, es también autora de los libros de cuentos Antártida y Recorre los campos azules, y de la más reciente nouvelle Cosas pequeñas como esas, todos publicados en Argentina por la editorial Eterna Cadencia y traducidos por Jorge Fondebrider. “No sé si tomo decisiones muy deliberadas cuando escribo. En realidad, tiendo a hacer descubrimientos que parecen encajar con algo que necesito descubrir o decir. Nunca planeo la trama” afirmó en una entrevista organizada por la editorial en la que Keegan conversó con Inés Garland, escritora y traductora argentina.
La voz infantil de Tres luces es luminosa, reflexiva, despojada de dramatismo y ofrece una mirada atenta sobre la vida adulta. “Hay una pausa en la que mi padre escupe y la conversación gira al precio del ganado, a la Comunidad Económica Europea, la acumulación de manteca, el costo de la cal y del desinfectante de ovejas. Esa manera que tienen los hombres de no hablar es algo a lo que estoy acostumbrada: les gusta patear el pasto con el taco de la bota para arrancar un terrón de turba, golpear el techo del auto antes de que arranque, escupir, sentarse con las piernas bien abiertas, como si no les importase."
Durante los primeros días, la niña observa y descubre las diferencias entre ambos hogares. El placer de un baño caliente, el sabor del agua fresca, el freezer para guardar las comidas perecederas. Pero también el contraste de los vínculos adultos a medida que aprende las nuevas tareas domésticas. Todo transcurre en un ambiente calmo y armonioso y eso la sorprende: “Y así pasan los días. Me quedo esperando que pase algo, que la tranquilidad que siento termine -despertarme en una cama mojada, meter la pata, algún error garrafal, romper algo-, pero cada día se parece mucho al anterior.”
Inmersa en su nueva rutina, la pequeña experimenta el amor y la ternura de los adultos que la cuidan. Es a partir del contacto con otros habitantes del pueblo que la trama devela su secreto y provoca en ella el aprendizaje sobre el silencio, el valor de lo que se oculta de forma consciente como acto de amor y fidelidad, la configuración del sigilo familiar como única manera de sobrellevar el dolor. Pero, sobre todo, descubre en Kinsella al padre que busca a lo largo de todo el relato. “Y eso pasa cuando me rodea con sus brazos y me atrae hacía sí como si fuese su hija.” El fortalecimiento de un lazo amoroso para la eternidad.